miércoles, 10 de diciembre de 2014

Tragedia de la Mina Mariquita, Celso Peyroux

(Recuerdos de un periodista rural)
De la mina salgo, amigo,
de la mina, compañero,...
Rafael Alberti

De igual manera que la bocamina es el pórtico hacia la oscuridad inmensa y el adiós a la luz del día, acuden a estos renglones secuencias que me traen el ser, sentir y vivir de quienes  trabajaron  en  la  “gleba parda”  allá  en los valles donde me nacieron. Tierras -odorantes a menta y castaño, a fresas silvestres y a manzanas- donde un día el hombre, de esto hace mucho tiempo, oradó las entrañas de prados y bancales en busca del gran árbol. Sepultados vivos los helechos gigantes -cuando la luz del mundo apenas si era una amanecida- iban a convertirse en un preciado mineral que cambiaría la vida y costumbres de hombres y mujeres constituyendo, la dura labor, un elemento nuevo para la supervivencia. En sus capas tumbadas de montaña y del pozo La Aragona, vivieron, lucharon y murieron teverganos, andaluces, portugueses y gentes de Quirós cuyos padres nos habían enseñado el laboreo de las minas, el funcionamiento de las locomotoras y las maniobras ferroviarias a principios del siglo pasado.
Durante todos aquellos años he visto rudos modales en el comportamiento y, a veces, el alcohol hacer tambalear hombres como robles, para amortiguar y hacer más llevadera la dura labor cotidiana. Pero también supe de su nobleza a flor de piel, de su tristeza y del dolor popular cuando a muerto doblaban las campanas por uno de los nuestros. He visto lucir el crespón negro en la solapa y en el antebrazo, viudas enlutadas y huérfanos de la mina. He contemplado cientos de rosas y claveles crecer sobre las losas blancas del camposanto y rostros endurecidos llorando como niños. Supe, en fin, del dolor humano en su quintaesencia.
La crónica más dura escrita por mi pluma fue la tragedia de la mina Mariquita de Quirós, cuando seis vidas encontraron la muerte. La noticia, a eso de las tres de la tarde, pasó por encima de Sobia y cayó en los valles teverganos con toda su crueldad y duelo. Siempre impresionado por la muerte en la mina, no me faltó tiempo para estar en Santa Marina –lugar del accidente- media hora  después. El dolor, la tristeza y la convulsión ya se habían apoderado de los familiares, compañeros y de decenas de personas que se aproximaron a los alrededores de la bocamina.
Contrito por la tragedia, regresé a Bárzana y desde la central de teléfonos llamé de urgencia a la redacción de LA NUEVA ESPAÑA, comunicando que yo –aprendiz del periodismo rural- sería capaz de cubrir la noticia. Después de cinco años de “corresponsal” en los Valles del Trubia, era mi bautizo en un desastre minero de aquellas dimensiones.
Cámara en ristre y bloc entre unas manos nerviosas, fui tomando de manera minuciosa todo cuanto acontecía ante mis ojos: prisas, agitación, angustia por si aún se recuperaba a alguien vivo, relevos de hombres que llegaban extenuados, los ojos de todos puestos en aquel cable del plano inclinado, rostros convulsos y negros de carbón incluso la blasfemia –oración del minero-,... Ví, también por vez primera, la esencia del dolor en toda su dureza.
La bocamina acordonada, era una masa de gente ávida de tener noticias de los de adentro. Con la caída de la noche, el lugar era cada vez más tétrico a pesar de la luz que proyectaban los grandes focos.
Llegaron las primeras autoridades de la provincia y del interior también la dolorosa nueva de la muerte de los mineros que quedaban. Las ironías del destino hicieron que los seis fueran alcanzados cuando acababan la jornada. La casualidad también hacía que dos de ellos bajaran aquel día al tajo por primera vez.
Fueron saliendo, en triste procesión, los primeros cadáveres envueltos en mantas. Recuerdo que al ser ingresados en el botiquín de la plazuela, uno de los compañeros dio un grito al reconocer a uno de los infortunados por los calcetines y las botas que asomaban por debajo de la improvisada mortaja.
Hacia la una de la mañana emprendí, a toda velocidad, el viaje hacia Oviedo donde todo el mundo me estaba esperando en  “redacción”. El personal de los talleres permanecía parado esperando la crónica llegada de Quirós para poner la rotativa en marcha en aquella madrugada de domingo. Puesto a la “Olivetti” –mientras Vélez revelaba las fotos, por cierto regulares- fueron saliendo los párrafos entrecortados y hubo de ser Faustino F. Álvarez quien me diera una mano en las líneas finales.
Confieso que aquella noche se adueñaron de mí los sentimientos más profundos y aun sigo conservando en la retina, desde entonces, cada secuencia de una  tragedia ocurrida en tiempos de seronda, de mil novecientos setenta y tres, época en la que también se caen las hojas de los árboles.
*El autor es miembro del Real Instituto de Estudios Asturianos y cronista oficial de Teverga.
Celso Peyroux, 5º Encuentro de Escritores de la Mina

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